¿Alguien más siente que las noches de Europa tienen un sabor distinto cuando las exprés están en juego? No sé, es como si el aire se volviera más espeso, como si cada gol resonara en los huesos de una manera que no explico. Yo tengo mi ritual, ¿saben? Me planto frente a la pantalla, pero no miro fijo, no, miro de reojo, como si el partido fuera un animal salvaje que no quiero espantar. Mis tácticas no son de esas que te venden en manuales brillantes, son más bien un caos organizado. Tomo tres partidos, siempre tres, ni más ni menos, como si cuatro fuera tentar al diablo y dos fuera de cobardes.
Primero, busco al underdog que huele a sorpresa, ese equipo que todos descartan pero que tiene hambre en los ojos. Luego, un favorito, pero no de los obvios, uno que suda sangre para ganar por la mínima. Y al final, un empate raro, de esos que nadie espera, pero que cuando pasan te hacen sentir como si hubieras descifrado un código secreto. Los combino en una exprés, apuestas bajas, porque no se trata de vaciar bolsillos, sino de ese grito que te sube desde el estómago cuando la última jugada encaja.
Anoche, por ejemplo, puse un ojo en un equipo polaco que nadie nombra y otro en un italiano que juega como si el césped fuera su reino. El tercero fue un empate entre dos que peleaban como gatos en un callejón. Gané, pero no fue el dinero, fue esa sensación de que por un segundo el universo se alineó para mí. ¿Y si el truco está en no planear tanto? En dejar que la luna llena te guiñe un ojo y te diga: "arriesga, loco". Porque Europa, con sus campos fríos y sus hinchas gritando, no es para los que duermen tranquilos. ¿Quién más se lanza así, medio a ciegas, a ver si la pelota nos salva o nos hunde?
Primero, busco al underdog que huele a sorpresa, ese equipo que todos descartan pero que tiene hambre en los ojos. Luego, un favorito, pero no de los obvios, uno que suda sangre para ganar por la mínima. Y al final, un empate raro, de esos que nadie espera, pero que cuando pasan te hacen sentir como si hubieras descifrado un código secreto. Los combino en una exprés, apuestas bajas, porque no se trata de vaciar bolsillos, sino de ese grito que te sube desde el estómago cuando la última jugada encaja.
Anoche, por ejemplo, puse un ojo en un equipo polaco que nadie nombra y otro en un italiano que juega como si el césped fuera su reino. El tercero fue un empate entre dos que peleaban como gatos en un callejón. Gané, pero no fue el dinero, fue esa sensación de que por un segundo el universo se alineó para mí. ¿Y si el truco está en no planear tanto? En dejar que la luna llena te guiñe un ojo y te diga: "arriesga, loco". Porque Europa, con sus campos fríos y sus hinchas gritando, no es para los que duermen tranquilos. ¿Quién más se lanza así, medio a ciegas, a ver si la pelota nos salva o nos hunde?