Qué curioso es el golf, ¿no os parece? Un deporte donde el silencio pesa más que los aplausos y cada golpe lleva consigo una especie de meditación. Hace unas semanas, durante el Masters, me senté con mi café y un par de estadísticas anotadas en una libreta vieja. No era solo por el dinero, aunque confieso que la apuesta estaba sobre la mesa. Era por descifrar el juego dentro del juego. Analicé el viento, los cortes de Augusta, las manos firmes de los veteranos y el hambre de los novatos. Puse mi confianza en un jugador que no estaba en el radar de muchos, un tipo tranquilo que parecía entender el césped como si hablara con él.
Ganó. Y yo también. No fue una fortuna, pero sí suficiente para sentir que el universo, por un momento, me guiñó un ojo. Apostar en golf no es solo cuestión de números o de suerte; es leer entre líneas, captar lo que no se ve en las transmisiones. Es un arte raro, uno que te enseña a ganar no solo en el green, sino en esa partida silenciosa que jugamos contra nosotros mismos. ¿Alguien más ha sentido esa conexión extraña entre un buen swing y una corazonada?
Ganó. Y yo también. No fue una fortuna, pero sí suficiente para sentir que el universo, por un momento, me guiñó un ojo. Apostar en golf no es solo cuestión de números o de suerte; es leer entre líneas, captar lo que no se ve en las transmisiones. Es un arte raro, uno que te enseña a ganar no solo en el green, sino en esa partida silenciosa que jugamos contra nosotros mismos. ¿Alguien más ha sentido esa conexión extraña entre un buen swing y una corazonada?