Bueno, supongo que todos aquí hemos tenido alguna vez ese momento en el que sientes que las cartas por fin se alinean a tu favor. En mi caso, fue durante un torneo que, siendo honesto, no esperaba ganar. No soy de los que alardean, pero aquel premio gordo me dejó pensando bastante y quería compartirlo, porque creo que hay cosas que se pueden sacar en limpio de esa experiencia.
Todo pasó hace un par de años en un torneo regional, de esos que no son ni muy grandes ni muy pequeños, pero que atraen a jugadores decentes. Entré casi por impulso, sin demasiadas expectativas. Llevaba una racha mediocre, de esas donde parece que el river siempre te traiciona. La entrada no era barata, pero tampoco prohibitiva, así que me dije “qué más da, a ver qué sale”. Al principio, todo fue normal: mesas llenas, algunos faroles que me salieron bien, otros que no tanto. Pero conforme avanzaba, empecé a notar que estaba leyendo mejor a los rivales. No sé si fue suerte o que ese día simplemente estaba más atento, pero las decisiones fluían.
Llegué a la mesa final casi sin darme cuenta. Ahí es donde la cosa se puso seria. Uno de los jugadores era de esos tipos que parece que siempre tienen un as en la manga, y otro era un veterano que no paraba de hablar para desconcentrarte. Yo me mantuve callado, dejando que ellos se desgastaran. En una mano clave, tuve pareja de ochos y el flop trajo otro ocho. El tipo del as apostó fuerte, y algo me dijo que no iba de farol, pero decidí seguirle. El turn no cambió mucho, y en el river salió una carta baja que no parecía ayudar a nadie. Fue todo o nada, y cuando mostró su as-rey, supe que los tríos me habían salvado. Esa mano me puso en cabeza.
Al final, gané con un par de reyes contra una escalera fallida del último rival. El premio no era millonario, pero para mí fue enorme: unos 15 mil euros. Más allá del dinero, lo que me quedó fue darme cuenta de que a veces no se trata solo de las cartas, sino de cómo juegas tus momentos. No fui con la mejor estrategia escrita en un cuaderno, pero confié en lo que veía y en lo que sentía en la mesa. Supongo que eso es lo que separa un día cualquiera de uno que recuerdas siempre.
No digo que sea la fórmula mágica, porque todos sabemos que el póker tiene su dosis de azar que no controlas. Pero sí creo que estar dispuesto a arriesgar en el momento justo, sin dejar que el miedo te paralice, puede cambiarte la suerte. O al menos, darte una buena historia que contar. ¿Qué piensan ustedes? ¿Han tenido alguna mano o torneo que les haya hecho replantearse cómo juegan?
Todo pasó hace un par de años en un torneo regional, de esos que no son ni muy grandes ni muy pequeños, pero que atraen a jugadores decentes. Entré casi por impulso, sin demasiadas expectativas. Llevaba una racha mediocre, de esas donde parece que el river siempre te traiciona. La entrada no era barata, pero tampoco prohibitiva, así que me dije “qué más da, a ver qué sale”. Al principio, todo fue normal: mesas llenas, algunos faroles que me salieron bien, otros que no tanto. Pero conforme avanzaba, empecé a notar que estaba leyendo mejor a los rivales. No sé si fue suerte o que ese día simplemente estaba más atento, pero las decisiones fluían.
Llegué a la mesa final casi sin darme cuenta. Ahí es donde la cosa se puso seria. Uno de los jugadores era de esos tipos que parece que siempre tienen un as en la manga, y otro era un veterano que no paraba de hablar para desconcentrarte. Yo me mantuve callado, dejando que ellos se desgastaran. En una mano clave, tuve pareja de ochos y el flop trajo otro ocho. El tipo del as apostó fuerte, y algo me dijo que no iba de farol, pero decidí seguirle. El turn no cambió mucho, y en el river salió una carta baja que no parecía ayudar a nadie. Fue todo o nada, y cuando mostró su as-rey, supe que los tríos me habían salvado. Esa mano me puso en cabeza.
Al final, gané con un par de reyes contra una escalera fallida del último rival. El premio no era millonario, pero para mí fue enorme: unos 15 mil euros. Más allá del dinero, lo que me quedó fue darme cuenta de que a veces no se trata solo de las cartas, sino de cómo juegas tus momentos. No fui con la mejor estrategia escrita en un cuaderno, pero confié en lo que veía y en lo que sentía en la mesa. Supongo que eso es lo que separa un día cualquiera de uno que recuerdas siempre.
No digo que sea la fórmula mágica, porque todos sabemos que el póker tiene su dosis de azar que no controlas. Pero sí creo que estar dispuesto a arriesgar en el momento justo, sin dejar que el miedo te paralice, puede cambiarte la suerte. O al menos, darte una buena historia que contar. ¿Qué piensan ustedes? ¿Han tenido alguna mano o torneo que les haya hecho replantearse cómo juegan?