Qué tal, compañeros de vicios y apuestas. Aquí va una de esas historias que suenan a cuento chino, pero juro por mi vieja que es verdad. Hace un par de meses, estaba yo en el hipódromo, con el sol pegándome en la nuca y un café aguado en la mano, mirando a los caballos como quien mira un menú sin saber qué pedir. Entre tanto pura sangre y nombres rimbombantes, me fijé en uno que cojeaba más que mi tío Pepe después de tres copas. "Rayo Torcido", lo llamaban. No sé si era el nombre o esa pata temblorosa, pero algo me dijo que ese era mi ganador.
La cosa es que no tenía muchas esperanzas. Mis amigos, que siempre van de expertos, se rieron en mi cara cuando puse 50 euros a ese desastre con crines. "Vas a tirar la plata", me decían mientras apostaban a los favoritos, esos que siempre salen en las fotos de las revistas. Yo, terco como mula, me quedé con mi Rayo Torcido, pensando que al menos tendría una buena anécdota para contar si todo salía mal.
Llega la carrera y, madre mía, qué espectáculo. El bicho empezó como si le hubieran dado un café doble, pero a mitad de camino parecía que iba a pedir una silla para sentarse. Yo ya estaba resignado, contando los billetes que no volvería a ver, cuando de repente, no sé si por milagro o por pura cabezonería equina, el condenado caballo empieza a remontar. Los favoritos se confiaron, el jockey de Rayo Torcido le metió caña y, contra todo pronóstico, cruza la meta en primer lugar por medio morro. Medio morro, señores, pero suficiente para que el hipódromo se viniera abajo.
Mis amigos se quedaron mudos, yo gritando como loco y el cajero mirándome raro cuando fui a cobrar. ¿Resultado? Esos 50 euros se convirtieron en 800, porque las cuotas estaban por las nubes con ese jamelgo. Terminé la noche con una botella de champán barato en una mano y una sonrisa que no me cabía en la cara, mientras los "expertos" contaban sus pérdidas.
Moraleja: a veces el que cojea más fuerte es el que te hace brindar. Así que la próxima vez que vean a un caballo que parece ir a pedirse una cerveza en vez de correr, piénsenlo dos veces. O no, y déjenme a mí esas ganancias.
La cosa es que no tenía muchas esperanzas. Mis amigos, que siempre van de expertos, se rieron en mi cara cuando puse 50 euros a ese desastre con crines. "Vas a tirar la plata", me decían mientras apostaban a los favoritos, esos que siempre salen en las fotos de las revistas. Yo, terco como mula, me quedé con mi Rayo Torcido, pensando que al menos tendría una buena anécdota para contar si todo salía mal.
Llega la carrera y, madre mía, qué espectáculo. El bicho empezó como si le hubieran dado un café doble, pero a mitad de camino parecía que iba a pedir una silla para sentarse. Yo ya estaba resignado, contando los billetes que no volvería a ver, cuando de repente, no sé si por milagro o por pura cabezonería equina, el condenado caballo empieza a remontar. Los favoritos se confiaron, el jockey de Rayo Torcido le metió caña y, contra todo pronóstico, cruza la meta en primer lugar por medio morro. Medio morro, señores, pero suficiente para que el hipódromo se viniera abajo.
Mis amigos se quedaron mudos, yo gritando como loco y el cajero mirándome raro cuando fui a cobrar. ¿Resultado? Esos 50 euros se convirtieron en 800, porque las cuotas estaban por las nubes con ese jamelgo. Terminé la noche con una botella de champán barato en una mano y una sonrisa que no me cabía en la cara, mientras los "expertos" contaban sus pérdidas.
Moraleja: a veces el que cojea más fuerte es el que te hace brindar. Así que la próxima vez que vean a un caballo que parece ir a pedirse una cerveza en vez de correr, piénsenlo dos veces. O no, y déjenme a mí esas ganancias.