Qué curioso cómo el tiempo transforma todo, ¿no? Hace un par de años estaba sentado en una mesa de blackjack, con el humo del cigarro flotando en el aire y el tintineo de las fichas resonando como una sinfonía caótica. Esa noche lo gané todo. No hablo solo del dinero, que sí, fue una cantidad que aún me hace suspirar al recordarla, sino de esa sensación de invencibilidad, de ser el rey del mundo por unas horas. Las luces brillantes, el traje impecable, las miradas de envidia... era como vivir dentro de una película de Scorsese.
Pero luego, ¿qué pasa? El gran premio se desvanece. No es que lo pierdas de golpe, no. Es más bien un goteo lento, como si el universo te recordara que no puedes quedarte en la cima para siempre. Las noches en el casino siguen, pero ya no brillan igual. El dinero se va en apuestas más pequeñas, en tragos caros para mantener la ilusión, en propinas para sentirte todavía importante. Y un día te das cuenta de que lo que queda no es el premio, sino el recuerdo. Un eco de esa adrenalina que te hacía temblar las manos mientras contabas las ganancias.
A veces me pregunto si valió la pena. No el haber ganado, eso siempre vale la pena, sino el haber creído que ese momento definiría todo lo que vendría después. Ahora miro las mesas desde lejos, con el café frío en la mano, y pienso en cómo el juego te da todo para luego quitártelo con una sonrisa burlona. Es cruel, pero también es parte de su encanto, supongo. ¿Alguien más siente que el gran premio, más que una meta, acaba siendo un fantasma que te persigue?
Pero luego, ¿qué pasa? El gran premio se desvanece. No es que lo pierdas de golpe, no. Es más bien un goteo lento, como si el universo te recordara que no puedes quedarte en la cima para siempre. Las noches en el casino siguen, pero ya no brillan igual. El dinero se va en apuestas más pequeñas, en tragos caros para mantener la ilusión, en propinas para sentirte todavía importante. Y un día te das cuenta de que lo que queda no es el premio, sino el recuerdo. Un eco de esa adrenalina que te hacía temblar las manos mientras contabas las ganancias.
A veces me pregunto si valió la pena. No el haber ganado, eso siempre vale la pena, sino el haber creído que ese momento definiría todo lo que vendría después. Ahora miro las mesas desde lejos, con el café frío en la mano, y pienso en cómo el juego te da todo para luego quitártelo con una sonrisa burlona. Es cruel, pero también es parte de su encanto, supongo. ¿Alguien más siente que el gran premio, más que una meta, acaba siendo un fantasma que te persigue?