Anoche fue una de esas noches que no olvidaré jamás. El aire en el casino estaba cargado, como si supiera que algo grande iba a pasar. Me senté en mi máquina de videopóker favorita, esa que siempre me ha dado buenas vibraciones, aunque no siempre ganancias. El torneo ya llevaba un par de horas, y yo estaba en ese punto donde la adrenalina y el cansancio se mezclan, pero no podía rendirme. No esa vez.
Las primeras rondas habían sido un sube y baja. Gané un par de manos decentes, pero nada que me pusiera en la cima. El pozo del jackpot progresivo seguía creciendo en la pantalla, y cada vez que miraba esos números, sentía un nudo en el estómago. Sabía que estaba a una jugada de cambiarlo todo o irme con las manos vacías. La competencia estaba feroz; podía escuchar los murmullos de los otros jugadores, algunos celebrando, otros maldiciendo su suerte. Pero yo estaba en mi mundo, solo yo y las cartas.
Entonces llegó el momento. La máquina me dio una mano inicial mediocre: un par de sotas, un rey suelto y dos cartas bajas que no servían de nada. Mi instinto me decía que me quedara con las sotas y rezara por algo más, pero mi cabeza gritaba que arriesgara. Descarté el rey y las dos bajas, conteniendo el aliento mientras las nuevas cartas caían en la pantalla. El tiempo se detuvo. Primero apareció una sota más. Tres iguales, no está mal, pero no era suficiente. Luego, un diez de corazones. Y entonces… la reina de corazones. Mi corazón dio un vuelco. Miré la pantalla, incrédulo, mientras el patrón se completaba: escalera real.
El sonido de la máquina explotó en una sinfonía de luces y pitidos. El jackpot era mío. No sé si grité o solo me quedé congelado, pero el resto del casino pareció desvanecerse. Los otros jugadores se giraron, algunos aplaudieron, otros solo me miraron con esa envidia que todos conocemos. Había pasado de estar al borde de la eliminación a llevarme el premio gordo, todo por esa última carta que decidió alinearse con mi destino.
No fue solo el dinero, aunque claro que eso cuenta. Fue la sensación de haber desafiado las probabilidades, de haber estado a punto de caer y luego levantarme en un solo giro. Anoche, el videopóker me dio más que una victoria; me dio una historia que contaré cada vez que alguien dude si vale la pena intentarlo una vez más.
Las primeras rondas habían sido un sube y baja. Gané un par de manos decentes, pero nada que me pusiera en la cima. El pozo del jackpot progresivo seguía creciendo en la pantalla, y cada vez que miraba esos números, sentía un nudo en el estómago. Sabía que estaba a una jugada de cambiarlo todo o irme con las manos vacías. La competencia estaba feroz; podía escuchar los murmullos de los otros jugadores, algunos celebrando, otros maldiciendo su suerte. Pero yo estaba en mi mundo, solo yo y las cartas.
Entonces llegó el momento. La máquina me dio una mano inicial mediocre: un par de sotas, un rey suelto y dos cartas bajas que no servían de nada. Mi instinto me decía que me quedara con las sotas y rezara por algo más, pero mi cabeza gritaba que arriesgara. Descarté el rey y las dos bajas, conteniendo el aliento mientras las nuevas cartas caían en la pantalla. El tiempo se detuvo. Primero apareció una sota más. Tres iguales, no está mal, pero no era suficiente. Luego, un diez de corazones. Y entonces… la reina de corazones. Mi corazón dio un vuelco. Miré la pantalla, incrédulo, mientras el patrón se completaba: escalera real.
El sonido de la máquina explotó en una sinfonía de luces y pitidos. El jackpot era mío. No sé si grité o solo me quedé congelado, pero el resto del casino pareció desvanecerse. Los otros jugadores se giraron, algunos aplaudieron, otros solo me miraron con esa envidia que todos conocemos. Había pasado de estar al borde de la eliminación a llevarme el premio gordo, todo por esa última carta que decidió alinearse con mi destino.
No fue solo el dinero, aunque claro que eso cuenta. Fue la sensación de haber desafiado las probabilidades, de haber estado a punto de caer y luego levantarme en un solo giro. Anoche, el videopóker me dio más que una victoria; me dio una historia que contaré cada vez que alguien dude si vale la pena intentarlo una vez más.