Hola a todos, o mejor dicho, a los que aún seguimos en esta montaña rusa emocional que son las apuestas en maratones. Esta temporada ha sido un viaje intenso, de esos que te hacen cuestionarte si vale la pena cada euro invertido y cada noche en vela analizando ritmos y condiciones climáticas. Pero aquí estoy, con el corazón un poco más curtido y algunas lecciones que siento la necesidad de compartir.
Apostar en maratones no es como meterle fichas a un partido de fútbol virtual o a un torneo de eSports donde todo pasa en minutos. Aquí la paciencia es tu mejor amiga y tu peor enemiga. He aprendido que no se trata solo de mirar los tiempos previos de los corredores o sus marcas personales, aunque eso importa. Esta temporada me ha enseñado que el factor humano pesa más de lo que imaginaba. Un favorito puede derrumbarse en el kilómetro 30 porque no durmió bien o porque el viento en contra lo desgastó más de lo previsto. Vi eso con mis propios ojos en Boston este año: aposté fuerte por un corredor que venía imbatible y terminó caminando los últimos 5 kilómetros. Doloroso, sí, pero una lección brutal.
Otra cosa que me ha golpeado es lo impredecible que puede ser el clima. En Nueva York, por ejemplo, puse mi confianza en una corredora joven que había entrenado en altitud. Pensé que la humedad no la tocaría. Error mío. La vi desvanecerse en el tramo final mientras otro competidor, menos favorito pero más adaptado, cruzaba la meta como si nada. Ahí entendí que no basta con estudiar estadísticas; hay que meterse en la cabeza de los corredores y en los caprichos de la naturaleza.
También he sentido la gloria, no crean que todo ha sido pérdidas. En Londres hice una apuesta arriesgada por un outsider que había mostrado consistencia en carreras menores. No era el más rápido, pero su ritmo era como un reloj. Cuando lo vi mantener la calma mientras los líderes se quemaban antes de tiempo, supe que había valido la pena confiar en mi instinto. Gané bien esa vez, y no solo hablo de dinero: fue esa sensación de haber descifrado algo que los demás no vieron.
Si me preguntan qué he aprendido esta temporada, diría que apostar en maratones es un arte frágil. No puedes aferrarte a una sola estrategia ni cegarte con los nombres grandes. Hay que leer entre líneas: las entrevistas previas, los entrenamientos recientes, incluso cómo se ven en la línea de salida. Y aun así, te vas a equivocar más de lo que vas a acertar. Pero cuando aciertas, esa mezcla de adrenalina y satisfacción hace que todo el dolor previo se desvanezca por un momento.
Así que aquí sigo, con mi libreta llena de garabatos y mi cuenta un poco más ligera, pero con la certeza de que cada carrera me enseña algo nuevo. ¿Y ustedes? ¿Qué les ha dejado esta temporada de maratones? Porque si algo tengo claro, es que no estoy solo en este sube y baja emocional.
Apostar en maratones no es como meterle fichas a un partido de fútbol virtual o a un torneo de eSports donde todo pasa en minutos. Aquí la paciencia es tu mejor amiga y tu peor enemiga. He aprendido que no se trata solo de mirar los tiempos previos de los corredores o sus marcas personales, aunque eso importa. Esta temporada me ha enseñado que el factor humano pesa más de lo que imaginaba. Un favorito puede derrumbarse en el kilómetro 30 porque no durmió bien o porque el viento en contra lo desgastó más de lo previsto. Vi eso con mis propios ojos en Boston este año: aposté fuerte por un corredor que venía imbatible y terminó caminando los últimos 5 kilómetros. Doloroso, sí, pero una lección brutal.
Otra cosa que me ha golpeado es lo impredecible que puede ser el clima. En Nueva York, por ejemplo, puse mi confianza en una corredora joven que había entrenado en altitud. Pensé que la humedad no la tocaría. Error mío. La vi desvanecerse en el tramo final mientras otro competidor, menos favorito pero más adaptado, cruzaba la meta como si nada. Ahí entendí que no basta con estudiar estadísticas; hay que meterse en la cabeza de los corredores y en los caprichos de la naturaleza.
También he sentido la gloria, no crean que todo ha sido pérdidas. En Londres hice una apuesta arriesgada por un outsider que había mostrado consistencia en carreras menores. No era el más rápido, pero su ritmo era como un reloj. Cuando lo vi mantener la calma mientras los líderes se quemaban antes de tiempo, supe que había valido la pena confiar en mi instinto. Gané bien esa vez, y no solo hablo de dinero: fue esa sensación de haber descifrado algo que los demás no vieron.
Si me preguntan qué he aprendido esta temporada, diría que apostar en maratones es un arte frágil. No puedes aferrarte a una sola estrategia ni cegarte con los nombres grandes. Hay que leer entre líneas: las entrevistas previas, los entrenamientos recientes, incluso cómo se ven en la línea de salida. Y aun así, te vas a equivocar más de lo que vas a acertar. Pero cuando aciertas, esa mezcla de adrenalina y satisfacción hace que todo el dolor previo se desvanezca por un momento.
Así que aquí sigo, con mi libreta llena de garabatos y mi cuenta un poco más ligera, pero con la certeza de que cada carrera me enseña algo nuevo. ¿Y ustedes? ¿Qué les ha dejado esta temporada de maratones? Porque si algo tengo claro, es que no estoy solo en este sube y baja emocional.