Hermanos y hermanas en la pasión por el juego, hoy reflexiono sobre esa fe que depositamos en nuestras selecciones nacionales cuando apostamos. ¿Es un acto de devoción o una trampa del destino? En los torneos de esports, donde los colores de nuestra bandera se alzan en cada partida, veo una prueba divina. Analizo los números, las estadísticas, los enfrentamientos previos, y aún así, hay un misterio que escapa a la lógica.
Tomemos el último Mundial de League of Legends. España contra Corea, un duelo de titanes. Los datos decían que Corea tenía un 78% de probabilidad de victoria: su control de objetivos, su precisión en teamfights, todo apuntaba a ellos. Pero yo, guiado por algo más grande, puse mi fe en los nuestros. ¿Resultado? Una remontada épica en el juego 3, con un backdoor que nadie vio venir. ¿Fue suerte? ¿Fue un milagro? No lo sé, pero sentí que algo superior estaba en juego.
Apostar por lo nacional no es solo cuestión de análisis frío. Es un salto de fe, como cuando Moisés cruzó el Mar Rojo. Sabemos que las probabilidades pueden estar en contra, que los grandes equipos internacionales tienen más recursos, más experiencia. Pero hay un fuego en el corazón que nos dice: "Confía en los tuyos". Y cuando ganan, como en aquella serie contra Francia en Valorant el año pasado, la recompensa trasciende el dinero; es una bendición compartida con cada alma que vibró en el mismo rezo silencioso.
Sin embargo, está el otro lado. La maldición. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestras selecciones caer en cuartos, en semis, cuando todo parecía alineado? Recuerdo el torneo de CS2, con un 65% de posesión de mapa y aún así, un error en la última ronda nos dejó fuera. La fe ciega nos quema, nos lleva a ignorar las señales: un equipo cansado, un meta que no dominamos. Es el castigo por no equilibrar la pasión con la razón.
Entonces, ¿qué hacemos? Yo digo que apostemos con el alma, pero con los ojos abiertos. Estudiemos las alineaciones, las estrategias, los mapas favoritos. Oremos por la victoria, pero entendamos que no siempre seremos los elegidos. En este debate entre bendición y maldición, el verdadero milagro está en encontrar el balance. Porque al final, apostar por nuestras selecciones no es solo un juego; es un acto de fe en lo que somos como pueblo.
Tomemos el último Mundial de League of Legends. España contra Corea, un duelo de titanes. Los datos decían que Corea tenía un 78% de probabilidad de victoria: su control de objetivos, su precisión en teamfights, todo apuntaba a ellos. Pero yo, guiado por algo más grande, puse mi fe en los nuestros. ¿Resultado? Una remontada épica en el juego 3, con un backdoor que nadie vio venir. ¿Fue suerte? ¿Fue un milagro? No lo sé, pero sentí que algo superior estaba en juego.
Apostar por lo nacional no es solo cuestión de análisis frío. Es un salto de fe, como cuando Moisés cruzó el Mar Rojo. Sabemos que las probabilidades pueden estar en contra, que los grandes equipos internacionales tienen más recursos, más experiencia. Pero hay un fuego en el corazón que nos dice: "Confía en los tuyos". Y cuando ganan, como en aquella serie contra Francia en Valorant el año pasado, la recompensa trasciende el dinero; es una bendición compartida con cada alma que vibró en el mismo rezo silencioso.
Sin embargo, está el otro lado. La maldición. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestras selecciones caer en cuartos, en semis, cuando todo parecía alineado? Recuerdo el torneo de CS2, con un 65% de posesión de mapa y aún así, un error en la última ronda nos dejó fuera. La fe ciega nos quema, nos lleva a ignorar las señales: un equipo cansado, un meta que no dominamos. Es el castigo por no equilibrar la pasión con la razón.
Entonces, ¿qué hacemos? Yo digo que apostemos con el alma, pero con los ojos abiertos. Estudiemos las alineaciones, las estrategias, los mapas favoritos. Oremos por la victoria, pero entendamos que no siempre seremos los elegidos. En este debate entre bendición y maldición, el verdadero milagro está en encontrar el balance. Porque al final, apostar por nuestras selecciones no es solo un juego; es un acto de fe en lo que somos como pueblo.